jueves, 26 de marzo de 2020

#3


Tostada de pan francés. Tostada de pan francés en una plancha de variados usos y un cuchillo de mango opaco para raspar lo quemado. Un trozo de queso cremoso por arriba, reposando sobre la tostada con la esperanza de un derretir lento y seductor. Un postre de vainillas cubierto de chocolate, panqueques de fácil resolución o un flan de imposible repetición. 

Olía a domingo. No podía oler a lunes. El lunes es demasiado rutinario. ¿Martes? No, los martes son aburridos. Los miércoles corren con la mala fortuna de la indecisión. Los jueves tienen un poco más de gracia, quizás porque es el día en que uno se contenta de que al otro día es viernes. Y no puede saber u oler a viernes. Los viernes cumplen con el prestigio del comienzo del descanso. Los sábados huelen a veredas humedecidas porque alguien ha regado o a pasto recién cortado antes que caiga el sol. En fin, olía a domingo. Olía a domingo cada día de la semana. 

Había dejos de harina en la mesada, un cortamasa aún no oxidado reposaba victorioso y en la olla negra que anoticiaba cierto ánimo de lucha, se seducían mutuamente distintos aromas rojizos a un fuego paciente pero no resignado. Los fideos eran finos y de apariencia delicada pero de carácter y sabor penetrante. No sé cómo explicarlo. Tenían rasgos napolitanos pero con temperamento vasco. Dos fuentes. La salsa separada. Se separaba por gustos variados. Se separaba porque se hacían con la grandeza que sólo entienden los que amasan para agasajar a otro. 

La fuente era generosa. Cabían historias, leyendas y mentiras. Cabían verdades, cariños y olvidos. La fuente no despreciaba antojos, no excluía pretensiones y siempre se vestía de domingo. A veces salía del horno alardeando un gratinado que desconocía su originen francés. Otras veces humeaba salsa blanca escondiendo los detalles del abajo. La fuente no tenía nombre, ni origen y hasta desconozco su destino. Sólo recuerdo que ha existido y que algunos domingos me ha hecho sonreír. 

Una cuchara de madera o no, quizá era de metal. Me he detenido aquí para pensar. No logro recordar. Lloro. Me resisto a olvidar. Esa cuchara gira dentro de una olla gigante, he perdido la noción del tiempo. No recuerdo cuánto giraba aquella cuchara de madera o de metal. Lo que sí recuerdo es que había un secreto imposible de descifrar. Reinado absoluto de un dulce de leche que, aún sin recordar la cuchara de madera o de metal, me niego a olvidar. 

¡El pollo! Había hasta cierto lamento de verlo vencido. Dorado, como doran los pollos que se hornean despacio, sin apuro, sin reloj, sin presiones. Doradas presas que combinaban fideos caseros amasados luego de mates tibios. 

Todo, absolutamente todo sabía a domingo. No importaba si el diario decía que era lunes, si la radio anunciaba el clima del día jueves o si era un martes de comedor escolar. Siempre olía a domingo. Porque no se discriminaba el tiempo. El tiempo era sólo un espejismo, un detalle, una excusa para un horno prendido, una hornalla ardiente, una olla siempre hambrienta y una cuchara de madera o de metal. 

He vuelto incontables veces a aquella cocina. El día ha terminado. Ya ha dejado de ser domingo.

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