lunes, 24 de octubre de 2011

Las cuatro de la mañana


Un roce tenue de apariencias que no mueren. Un sonido inesperado saluda desde un destello de luz. Han sido minutos de ojos cerrados, un profundo y solemne sueño que despierta en voces nada extrañas.

Vuelve. Vuelve. Vuelve y completa.  

La ventana se cierra con el natural viento. El silencio del simple paisaje arrincona los placeres, los acobija, los guarda. El reloj se adormece, el tumulto de las sábanas despoja temores y aquellos labios son viejos conocidos.

Vuelve. Vuelve. Vuelve y arde.

No existen misterios para la liviandad de palabras, no hay enojos ni promesas injustas. Aquella seca flor colorea lo sepia, el primer tacto aún late, las miradas se ciegan. Untado sobre un termómetro confundido los grados vierten deseo, se apaciguan, sorprenden, recuerdan.

Vuelve. Vuelve. Vuelve y no lastima.

Lentamente me entiende. La lejanía no logró forzarlo extraño, el tiempo lo coronó en todo lo que quema. Fuego. Fugacidad eterna, bella contradicción. Lágrimas jamás derrochadas, poesías implícitas.

Vuelve. Vuelve. Vuelve y no miente.

Se han derretido los hielos, los vasos viven medio llenos. Algo impidió vaciarlos. Las pausas dejan de ser incómodas porque no han aparecido. Fluye, así como el río aligera su encuentro con el mar. Corrientes de furiosas aguas que se apaciguan paulatinamente.

Vuelve. Vuelve. Vuelve y son las cuatro de la mañana.

Suena. Arde. La piel no ha cambiado. Llama. Cede. Las excusas aún no han nacido.  

martes, 4 de octubre de 2011

Ella no lo sabía


Ella buscaba en su pasado un millar de historias que colmaran la simpatía de sus horas. Había detrás un sediento oasis que aparecía en la oscuridad y en la tiniebla adoraba su espanto. Ella tenía ojos cristalinos, tan cristalinos que helaban encuentros para fundirlos eternos. Siempre fue ama de sus injusticias, derrotó vagabundos, se pareció a la princesa del cuento y se adueñó del capítulo final.

Ella existía porque en el hurto desesperado de sueños conseguía cubrir huecos de lujuria. Frente a ella se sostuvo una efímera grieta que el tiempo decidió saltar. Bebía ardientes sorbos de café que hipnotizaban sus ilusiones, mantenían sus alertas y fundían sus placeres.

Ella creía. La estirpe de su belleza aclamaba cínicas miradas, pretendía transparencia, vacilaba su firmeza. Comprendía que los juegos engañosos apuntaban sus delirios y las atrayentes magnolias irrumpían su paso. Podía volverse ilusa, decidió acentuar el dogma de su propia ficción.

Ella se sonrojaba en las incomodidades y sutilmente  se refugiaba en su alucinación. Su aclamada osadía ya no corría por sus venas, los misterios existían sólo por segundos, su ímpetu se reflejaba en pensamientos. Su historia no le pertenecía.

Ella sentía que su piel aún no había demostrado el temblor ni había acompañado labios rociados de otras mieles. Caminaba por senderos europeos que ambientaban sus canciones más elogiadas. Por momentos sentía que el Sena murmuraba en sus oídos pero en cada naufragio aquella góndola la perpetuaba en Venecia.

Ella se perdía entre murales líricos. Ella no lo percibía. Sólo los últimos versos lo sabían con precisión. Aquel soberbio poema, alguna noche, volvería a escribirse pensando en ella.