miércoles, 30 de julio de 2014

Soy



Soy la misma del espejo, soy la otra.
Soy mi desgracia y mi pena,
mi propia canción y arraigado poema.
Soy el hielo que duerme en esta cama y
la ceniza que duerme en otras, mi propia imprudencia
y mi sostenido grito.
Soy la princesa que ha perdido su zapato y el verso de un soneto.
Soy hábito y sorpresa, pobre de resistencia, mi propia fragilidad.
La desgracia que me sofoca y el júbilo que me empalaga,
la dueña de mi tristeza justa, mi desolación nocturna, mi pesar coherente.
Soy mi propia lógica y mi caudal de locura.
Es que no puedo ser otra. Quizá soy otra mientras ésta no se encuentra.
Soy mi propia pérdida, lo que debo, lo que he dejado atrás, soy el tiempo que me queda.
Soy calles de tierra rodeadas de pastizal y
también soy luces pequeñas de una ciudad infinita.
Soy testigo, culpable y víctima. Soy un poco del hombre que me descubrió, soy de aquel que erizó mi piel.
Soy personaje de Austen, párrafo de Borges, crimen de Christie y un cuento de Hemingway.
A veces soy amaneceres de un domingo. Algo de pensamiento, algo de vacío.
Soy la que yace, la que espera. Soy amargura y lujuria. La que deja, la dejada.
Un poco de mí misma, un poco de otros.
Soy mi injusticia y mis reglas. Mi propio juego, soy Reina y Peón.
Soy Londres por las noches, New York en madrugadas, París por las tardes, soy atardecer de montañas.
Soy lo que otros piensan, soy lo que otros ven. Mi propia mentira, mi elocuencia, mi desahogo.
Mi propia leyenda y algo de desilusión, la tormenta que invade mis calmas y una infinita imaginación.
Soy mi propio enfado y la discreción de mis delirios.
Mientras vivo, soy.





viernes, 11 de julio de 2014

Una pausa, Argentina





Es verdad, no creía en este equipo. ¿Me hace eso menos hincha? ¿Me hace eso menos argentina? No lo sé.
Me cuenta mi madre que fui a la caravana del ’86, allá cuando Maradona jugaba al fútbol y era indiscutible. Claro, no me acuerdo.  

Sí, tengo una vaga memoria del ’90. Principalmente porque me resuena esa canción tan bella e irrepetible y unos muñequitos con colores de bandera italiana con la cabeza de pelota de fútbol. Pero no mucho más.

Y claro, ¿qué puedo saber de fútbol? No mucho. Lo jugué hasta que empecé a usar polleras cortas y no quería rodillas raspadas. Y hacía mucho que no veía un partido entero de fútbol. Los años me fueron haciendo hincha de otras cosas, me cambiaron los intereses. Sin embargo, siempre lo sentí cercano. Y, en los mundiales, hasta el menos interesado opina, grita goles y viste la camiseta. ¿Por qué? Porque la fiebre mundialista pone el foco en otras cosas, nos une, nos contiene, nos alegra, nos hace mejores.

Es verdad, no creía en este equipo.

Un poco porque no sabía quién era Enzo Pérez, ni Basanta, ni Rojo. Sólo sabía que teníamos una de las delanteras más temibles y el mejor jugador del mundo. Renegaba de la garra que le ponen a los partidos estos muchachos, quizá porque los años me han hecho más incrédula y menos pretenciosa.  

Lo importante es que tampoco creía en la selección por el desgaste de la mirada social con la que veo el país. Soy hincha de Argentina, pero de la Argentina que aparece de vez en cuando, de esa que se esconde, que no aparece en los diarios, ni se discute en almuerzos.

Me permito la pausa porque me hace mejor sentir que el Obelisco, el Olmos o el Monumento a la bandera unen las grietas y todos tiran para el mismo lado.

Todos tiran para el mismo lado.

Lo repito porque me parece difícil de creer pero es una pausa necesaria, por el encuentro y la alegría, porque es motivo para cantar las mismas canciones y tener camisetas del mismo color.

Sí, tenemos un país con muchos Messis, Maradonas, Borges, Gardeles y Favaloros. Genios camuflados de ídolos, colgados en enormes avisos publicitarios y personajes que el mundo ilustra y envidia, genios que crearon su propia historia y con merecimientos y honor han logrado la gloria. También tenemos muchos Mascheranos, esos genios que más silenciosos se visten de héroes.

Y me gusta pensar que no somos los mejores en todo, que el Papa no nos hace llegar a una final del mundo. Me gusta pensar que rezamos por otras cosas más importantes, sí, hay cosas más importantes.

Me gusta pensar que Messi es un pibe enorme, que lleva consigo la mayor presión de una sociedad exitista, que la selección nos cerró la boca a muchos incrédulos y que el domingo se juega al fútbol, no la guerra.

Me gusta pensar que la euforia va a durar lo que duran las alegrías del deporte, pero que después sacamos el dedo del botón, que los ídolos  serán ovacionados, queridos y merecidamente recordados pero que los justos están en otro lado, como decía Borges: “Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo”.

Vuelvo a poner pausa porque me van a decir que soy mala onda, que es histórico jugar la final, que la política no se mezcla con el fútbol (claro que se mezcla), que nuestra cerveza es más fría y rica que la brasilera, que somos más que los holandeses, que somos imbatibles cantando el himno, que somos la hinchada más unida, que los colores van a llenar el Maracaná, que los pibes van por sus sueños, que me voy a tener que comer la no confianza y que el lunes me voy a levantar sintiendo que vivo en el mejor país del mundo.  

Mi pausa es sincera. Deseo que Higuaín festeje un gol hermoso, que Lio no sea el del Barza, que sea Messi y que Masche se quede sin voz. Deseo que Argentina gane, no que pierda Alemania, no que Brasil se sienta miserable.  Eso ya nos haría mejores.

Quiero que gane Argentina porque nos hace falta, porque se lo merecen los que creyeron y los que jugaron. Y porque, de vez en cuando, está bueno saber que en algo podemos ganar. Pero reafirmo que yo preferiría triunfar en otras cosas.

Y alguna vez, orgullosa, le contaré a mis hijos que yo viví tres semifinales de la Copa del Mundo de fútbol: la primera sin recuerdos, la segunda con mucha inocencia y la tercera poniendo una pausa que por un momento nos unió a todos.  

Una pausa, Argentina. Sólo una pausa.