Es verdad, no creía en este equipo. ¿Me hace eso menos
hincha? ¿Me hace eso menos argentina? No lo sé.
Me cuenta mi madre que fui a la caravana del ’86, allá
cuando Maradona jugaba al fútbol y era indiscutible. Claro, no me acuerdo.
Sí, tengo una vaga memoria del ’90. Principalmente porque me
resuena esa canción tan bella e irrepetible y unos muñequitos con colores de
bandera italiana con la cabeza de pelota de fútbol. Pero no mucho más.
Y claro, ¿qué puedo saber de fútbol? No mucho. Lo jugué hasta
que empecé a usar polleras cortas y no quería rodillas raspadas. Y hacía mucho que
no veía un partido entero de fútbol. Los años me fueron haciendo hincha de
otras cosas, me cambiaron los intereses. Sin embargo, siempre lo sentí cercano.
Y, en los mundiales, hasta el menos interesado opina, grita goles y viste la
camiseta. ¿Por qué? Porque la fiebre mundialista pone el foco en otras cosas,
nos une, nos contiene, nos alegra, nos hace mejores.
Es verdad, no creía en este equipo.
Un poco porque no sabía quién era Enzo Pérez, ni Basanta, ni
Rojo. Sólo sabía que teníamos una de las delanteras más temibles y el mejor
jugador del mundo. Renegaba de la garra que le ponen a los partidos estos muchachos,
quizá porque los años me han hecho más incrédula y menos pretenciosa.
Lo importante es que tampoco creía en la selección por el
desgaste de la mirada social con la que veo el país. Soy hincha de Argentina, pero
de la Argentina que aparece de vez en cuando, de esa que se esconde, que no
aparece en los diarios, ni se discute en almuerzos.
Me permito la pausa porque me hace mejor sentir que el
Obelisco, el Olmos o el Monumento a la bandera unen las grietas y todos tiran
para el mismo lado.
Todos tiran para el mismo lado.
Lo repito porque me parece difícil de creer pero es una
pausa necesaria, por el encuentro y la alegría, porque es motivo para cantar
las mismas canciones y tener camisetas del mismo color.
Sí, tenemos un país con muchos Messis, Maradonas, Borges,
Gardeles y Favaloros. Genios camuflados de ídolos, colgados en enormes avisos
publicitarios y personajes que el mundo ilustra y envidia, genios que crearon
su propia historia y con merecimientos y honor han logrado la gloria. También
tenemos muchos Mascheranos, esos genios que más silenciosos se visten de héroes.
Y me gusta pensar que no somos los mejores en todo, que el
Papa no nos hace llegar a una final del mundo. Me gusta pensar que rezamos por
otras cosas más importantes, sí, hay cosas más importantes.
Me gusta pensar que Messi es un pibe enorme, que lleva
consigo la mayor presión de una sociedad exitista, que la selección nos cerró
la boca a muchos incrédulos y que el domingo se juega al fútbol, no la guerra.
Me gusta pensar que la euforia va a durar lo que duran las
alegrías del deporte, pero que después sacamos el dedo del botón, que los
ídolos serán ovacionados, queridos y merecidamente
recordados pero que los justos están en otro lado, como decía Borges: “Esas
personas, que se ignoran, están salvando el mundo”.
Vuelvo a poner pausa porque me van a decir que soy mala
onda, que es histórico jugar la final, que la política no se mezcla con el
fútbol (claro que se mezcla), que nuestra cerveza es más fría y rica que la brasilera, que somos más
que los holandeses, que somos imbatibles cantando el himno, que somos la
hinchada más unida, que los colores van a llenar el Maracaná, que los pibes van
por sus sueños, que me voy a tener que comer la no confianza y que el lunes me
voy a levantar sintiendo que vivo en el mejor país del mundo.
Mi pausa es sincera. Deseo que Higuaín festeje un gol
hermoso, que Lio no sea el del Barza, que sea Messi y que Masche se quede sin
voz. Deseo que Argentina gane, no que pierda Alemania, no que Brasil se sienta
miserable. Eso ya nos haría mejores.
Quiero que gane Argentina porque nos hace falta, porque se
lo merecen los que creyeron y los que jugaron. Y porque, de vez en cuando, está
bueno saber que en algo podemos ganar. Pero reafirmo que yo preferiría triunfar
en otras cosas.
Y alguna vez, orgullosa, le contaré a mis hijos que yo viví
tres semifinales de la Copa del Mundo de fútbol: la primera sin recuerdos, la
segunda con mucha inocencia y la tercera poniendo una pausa que por un momento nos
unió a todos.
Una pausa, Argentina. Sólo una pausa.
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