lunes, 14 de noviembre de 2016

Filosofía cotidiana



Encuentras el botón de la camisa, aquel que habías perdido de arrebatada. Al salir rápido olvidas las llaves adentro del departamento pero justo tenías otro juego en la cartera. Estás cansada pero al ordenar el placard hallas, cuál pirata, una remera que hace tiempo no vestías. Esa misma noche pruebas nueva salsa para la pasta y sabiendo que no compraste vino descubres una botella que no está vacía.

Caminas por la ruidosa y agitada ciudad pero la mirada de un extraño todo lo pausa y, en un beso ajeno, descubres la nostalgia de uno propio. Una película te hace perder la noción del tiempo y cantas karaoke en el auto sin importar la entonación.

Ya no subes a las hamacas, ahora las empujas, bailas mientras limpias y suspiras con el último párrafo del libro que te había atrapado. Conversas con niños viviendo en el país de las maravillas, te pintas los dedos con témpera y hasta dibujas sin sentido.

Por un instante eres seducido por el olor de la panadería, escuchas con atención al callejero que canta y aplaudes al malabarista del semáforo.

Pones los pies fríos en agua caliente, piensas en una persona y justo recibes su mensaje, encuentras un billete perdido entre bolsillos y logras visualizar la luna entre edificios.

Parar, ya es suficiente.

Quizá deberíamos darnos el lujo de explicar la felicidad más simple.

Felicidad es como aquel momento en el que logras despojarte de los tacos en plena fiesta y bailas descalza sin importar cuán sucios quedarán tus los pies.

martes, 11 de octubre de 2016

Afortunado Blackjack



Mis botas apenas rozaban la alfombra, la banqueta era cómoda y el cenicero quedaba justo al lado de mi codo. No creo haber visto tantos colores, de hecho, podría afirmar que me rodeaban todos los colores que existen. A pesar de ser brillantes, las luces no me encandilaban y el sonido de las máquinas jugaba una guerra pretenciosa con el volumen de la música. No recuerdo la hora exacta pero sí puedo afirmar que no me importaba.

Luego de un Dry Martini y los billetes convertidos en simples fichas de plástico, me adueñé de las cartas. Admito que juego Blackjack porque te engaña con la estrategia, ofrece un poder que la ruleta ignora y, simplemente, crea la mística de un juego vestido de inteligencia alineado al azar.

El crupier se llamaba Luke, tenía el tono de voz de Barry White y se parecía a Morgan Freeman en los noventa. Vestía un chaleco colorado sobre una camisa negra.

Se paralizó el tiempo. Sólo éramos Luke, Las Vegas y yo.

El montoncito de fichas fue agrandándose para alimentar mi osadía pero de repente se achicaba para desalentar mi suerte. Esa maldita o generosa suerte fluctuaba con el paso de las cartas como también lo hacían mis compañeros de mesa. Una norteamericana recién casada junto a su marido sosteniendo un Gin Tonic, una inglesa de despedida de soltera que arriesgaba desconociendo el desafío y un joven canadiense que, ya rendido, apostó su última ficha. A veces un 2 o un 6 me cortaban la respiración hasta que llegaba un 10 seguido de un As. Daba lo mismo. Cuando sentía que debía retirarme gloriosa, me invadía la duda. Desgraciada duda sobre la próxima carta.

Mientras tanto, Luke se transformaba más en un espectador de la experiencia que en empleado de casino. Y entre los minutos sesgados por vanidad y entretenimiento, las historias de Luke coronaban la gloria y suavizaban la pena.

Cuando me quedaban pocas fichas, ya con el último aliento y un 18 que nada me convencía, Luke logra un Blackjack y me retira una de las últimas fichas. Le digo “Me parece que usted está teniendo mucha suerte”. Con leve sonrisa y mueca de ironía, me mira a los ojos y responde: “Señorita, si yo fuera el de la suerte, ¿no le parece que estaría sentado de ese lado?”.

Esa noche, perdí todo lo que aposté.
Sin embargo, volví con más de lo que había llevado.

martes, 2 de agosto de 2016

La confesión de Margarita Castillo



Señor Juez, admito que más de una vez canto envido con veintidós y retruco con un ancho de copas. Sin embargo, niego rotundamente la culpabilidad de semejante acto.

Paso a explicarle:

Los viernes por la noche me voy a tomar un vermut con las hermanas Mansilla dejando la luz prendida para que María Asunción crea que estoy en casa. Usted entenderá que sería algo engorroso y, hasta me animaría a decirle, una falta de respeto hablar mal de ella en su presencia.

Yo sé que no tolera demasiado el azúcar pero a veces me olvido y azucaro el té sin avisarle. Lo importante es, Señor Juez, que usted comprenda que cambiarle el punto del tejido cuando ella va al baño es sólo un acto de divertimento. No encuentro mala intención en el hecho.

Entienda esto: María Asunción toca la puerta todos los días a las nueve y cuatro minutos, exactos. Exactos Señor Juez. Viene con las galletas de avena que hace los lunes, pues está claro que si es viernes, las galletas están duras, Su Señoría. ¡Imagínese el apuro que me da el domingo! Gracias a Dios, nunca mejor dicho, me voy a misa. La misa es a las diez pero salgo una hora antes porque si hay algo que no negocio es la fe y la dentadura.

Entiendo la sospecha porque ya me ha culpado de mandar a mis bisnietos a robarle limones. ¿Cómo podría hacer semejante cosa? Debería usted ver con sus propios ojos lo arruinado que está ese limonero. Sí es cierto que algunas tardes de otoño, mientras ella duerme siesta, cruzo la verja para probar una mandarina. Una mísera mandarina, Su Señoría.

También recuerdo aquel día que me mandó al Comisario porque le devolví el palo de amasar sin lavar. Todo muy exagerado Señor Juez. María Asunción es exagerada de nacimiento. Se dice en el pueblo que le agrega agua al whiskey para que le dure más y los días de tormentas fuertes pone maderas en las ventanas. ¡Dígame usted qué necesidad!

Como aquella vez que hizo un escándalo porque se me cayeron dos gotas de lavandina sobre su pollera. Dos gotas, Su Señoría, dos. Dejó de hablarme por una semana y le enseñó al loro a decir “Margarita mala”. “Margarita mala, Margarita mala” repetía cada vez que salía al patio. Ese loro es un ser nefasto Señor Juez.  

Si soy la principal sospechosa es porque la veo todos los días y, conste en actas, la única persona en el pueblo que come sus galletas. Reitero esto para que usted entienda bien: sólo hornea los lunes, Su Señoría. ¡Tremendo!

Y seamos sensatos Señor Juez, ¿cómo pretende usted que le quiebre el bastón con mis propias manos si en 80 años jamás he podido abrir una maldita mermelada?

martes, 14 de junio de 2016

30 años sin Borges


“Pasé por el quiosco. Fui a otro de Callao y Quintana, sintiendo que eran mis primeros pasos sin Borges” narra Bioy Casares sobre el 14 de Junio de 1986. Hace 30 años murió Borges, uno de los escritores más reconocidos del Siglo XX y uno de los más grandes lectores de la humanidad.

“Lo importante no es que el lector crea lo que lee sino que sienta que el autor cree lo que escribe” dijo alguna vez, resumiendo más de lo que fue como lector que como ilustre escritor. Yo creo que uno de los mayores pecados de los argentinos es que estamos acostumbrados a idolatrar a las personas equivocadas.


Él decía que “no solamente uno pierde fuerzas, personas y cosas; también olvida”. Quizá nuestro deber es que la historia argentina no lo pierda, simplemente, que jamás lo olvide.

martes, 19 de abril de 2016

Bendita locura

Aparentemente, hay locura en habitaciones solitarias, en amores prohibidos, en la luna que se ve de día y en desiertos donde habitan flores. Amanece locura en el café intenso sin azúcar, en copas vacías y en charlas sin dos. También vive en cajones que no se abren, zapatos pasados de moda y lluviosos días sin paraguas.

El silencio suele creerse aliado de la locura, como la lectura de un clásico y el terror que no atemoriza. Aparece en las sonrisas que no damos, en las tristezas que no duelen, la nostalgia que nos revive, el día gris que es un buen día y el insomnio feliz.

No buscar arena para descansar pies parece locura, así como callar frente a la música del mar, añorar el invierno, despertar de noche y quedar inmóvil frente a un Monet.

Emblemática es la locura en los laberintos de Borges, el payaso de King, el gato negro de Poe, la polilla de Woolf y los 80 días de Verne. Como lo es en las tardes lluviosas con Fitzgerald y Armstrong, en noches de whisky junto a Mozart y hojas en blanco. 

Allí está, la locura, en batalla de tradiciones y normas establecidas. Como también en viajes imaginarios, en maletas cargadas de uno mismo y en el regreso más complejo y más profundo.

Hasta los museos se llenan de locura porque un pintor cambió el arte y las bibliotecas se envuelven en delirios literarios porque la realidad no basta.

Entonces, sea bendita aquella locura, pues existe dónde la indiferencia desvanece y la conciencia combate, desgarra y libera.


Si mi locura significa no vivir como tú vives, no pensar como tú piensas, amar lo que tú no amas, admirar lo que tú no admiras, bendita esa locura que me atrae, de a poco, a la más intensa y difícil cordura.

viernes, 5 de febrero de 2016

Prisa



Lustré mis botas al despertar de madrugada. Salí corriendo de casa a pesar de no tener prisa y pisé un charco en la esquina de Olmos y Crisol. El lustre fue olvido. Como también fue olvido el sol, las sábanas y la espera.