Aparentemente, hay locura en habitaciones solitarias, en
amores prohibidos, en la luna que se ve de día y en desiertos donde habitan
flores. Amanece locura en el café intenso sin azúcar, en copas vacías y en
charlas sin dos. También vive en cajones que no se abren, zapatos pasados de
moda y lluviosos días sin paraguas.
El silencio suele creerse aliado de la locura, como la
lectura de un clásico y el terror que no atemoriza. Aparece en las sonrisas que
no damos, en las tristezas que no duelen, la nostalgia que nos revive, el día
gris que es un buen día y el insomnio feliz.
No buscar arena para descansar pies parece locura, así como
callar frente a la música del mar, añorar el invierno, despertar de noche y
quedar inmóvil frente a un Monet.
Emblemática es la locura en los laberintos de Borges, el
payaso de King, el gato negro de Poe, la polilla de Woolf y los 80 días de
Verne. Como lo es en las tardes lluviosas con Fitzgerald y Armstrong, en noches
de whisky junto a Mozart y hojas en blanco.
Allí está, la locura, en batalla de tradiciones y normas
establecidas. Como también en viajes imaginarios, en maletas cargadas de uno
mismo y en el regreso más complejo y más profundo.
Hasta los museos se llenan de locura porque un pintor cambió
el arte y las bibliotecas se envuelven en delirios literarios porque la
realidad no basta.
Entonces, sea bendita aquella locura, pues existe dónde la
indiferencia desvanece y la conciencia combate, desgarra y libera.
Si mi locura significa no vivir como tú vives, no pensar
como tú piensas, amar lo que tú no amas, admirar lo que tú no admiras, bendita
esa locura que me atrae, de a poco, a la más intensa y difícil cordura.
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