viernes, 14 de agosto de 2015

Hoy mis botas están secas


Hoy tengo mis botas secas, las agarré esta mañana para ir a trabajar a primera hora de la mañana. Caminé sin embarrarme y tomé café caliente en un fiel día de invierno. Sin embargo, pasó algo extraño, me sentí privilegiada tan sólo porque no estaban mojadas.

Pensé en lo que escuché anoche sobre las inundaciones que afectan a parte del país. "No tenemos historias ni recuerdos" decía una señora refiriéndose a su vivienda tapada por agua. Esa mujer tenía sus ojos – paradójicamente - empapados de impotencia. Esos ojos no hablaban de cepo, impuestos, retenciones, partidos políticos, subsidios o planes sociales. Esos ojos eran pura indignación, sufrimiento y cansancio. Cansancio. Cansancio.

Sabemos que toda catástrofe tiene disfraz político porque se miden en victorias y derrotas. Los verdaderos derrotados están en otro lado, ocultos. Son los que sufren hipotermia, los que pierden casas, los que despiertan a sus hijos a la madrugada entre juguetes que flotan, los que reciben comida que no saben dónde cocinar, los que ven el deterioro de lo logrado con trabajo y esfuerzo, los que no duermen por cuidar lo poco que les queda. Esos, lejanos y cercanos, son los olvidados.

Basta. Hay que empezar a hacerse cargo del llanto ajeno.

Dicen que los argentinos somos solidarios. ¿De qué nacionalidad son los que gobiernan?
Yo conozco personas que sin recursos, con poco tiempo y con mucho espíritu voluntario, cuidan niños en Guarda Judicial, enseñan a cantar a hospedados en casas de refugio de hombres de la calle y acompañan a personas que se sienten solos en sus últimos años de vida. Esas personas pagan impuestos, trabajan y estudian. Esos son los pilares por los que se mantienen dignidades. Ellos tienen la capacidad y la condición de la generosidad.

A los voluntarios y donantes jamás se los debería cargar con el peso de la culpa, obligación y responsabilidad.

Los verdaderos responsables son sordos cuando el sonido no les gusta y ciegos cuando la luz los encandila. Cobran más que nosotros, tienen privilegios en la justicia y viajan a su trabajo en helicóptero. Esos, los cansados por hacer campaña, anoche durmieron calentitos en su cama.

Y las excusas suelen ser descargos de responsabilidades. Todo es culpa de otro, porque seremos muy solidarios como argentinos pero tenemos la peor de las faltas: humildad. ¡Reconocer errores puede salvar vidas muchachos!

Repito: hay que empezar a hacerse cargo del llanto ajeno.

“La corrupción mata”, resumen de la realidad, sin necesidad de poesía ni demagogia, de Débora Plager. Síntesis del dolor de los que siempre pierden. Frase que contextualiza la irresponsabilidad de los elegidos por el voto popular y republicano. Concretas palabras de la puja constante entre el poder y las víctimas.

Y tiene razón. La corrupción es una epidemia que deja madres con dolores incurables, le quita remedios al anciano y resta platos de comida en hogares precarios. La corrupción disminuye libros en las escuelas y se viste de gala frente al descalzo. La corrupción ahoga niños, droga adolescentes, apuñala caminantes y viola mujeres. Porque lo que la corrupción oculta y se lleva, en todos esos momentos, falta.

Es tiempo de escribir los libros de historia que se editarán en cincuenta años. Tienen la gran oportunidad de ser aplaudidos. No entiendo cómo las energías se disipan y no se pelean por ser el héroe de esas páginas. A los políticos con ánimos renovados, los que verdaderamente quieran ser héroes, mi voto, mi respeto, mi apoyo y la oportunidad de demostrarlo. A los demás, basta.
 A los demás, basta.

Y a ti, poder, seductora palabra, espero que alguna vez tu verbo le gane a tu sustantivo.

Para ello, antes de votar es imprescindible preguntarse: ¿Cuán secas quiero que estén mis botas?

miércoles, 5 de agosto de 2015

Hambriento

Por vigésima cuarta vez había leído “Funes el memorioso” y en él me quedé pensando mientras caminaba de vuelta a casa bajo el tibio sol de invierno. De repente, una fuerza ajena me sorprendió de atrás y quiso adueñarse de mi cartera. Logró su cometido con un profesionalismo exitoso. El joven salió corriendo y con bronca grité:

-        Flaco, ¿por qué no me robás el libro?

Se dio vuelta mientras huía y sonriendo respondió:

-        No señorita, tanto hambre no tengo.