miércoles, 19 de noviembre de 2014

Estimado Directorio de Aerolínea:


Me honra informar sobre la carga que lleva mi valija. Admito la desprolijidad de la presentación, la he comprado en mi primer viaje a París y luego de recorrer Europa ha sido ultrajada por los recuerdos y rozada por más de cien manos extranjeras. El paso se ha balanceado por los cambios climáticos de mi estadía que me hicieron deshacerme de la campera polar y comprar nuevas polleras con menos densidad.

El sol de Barcelona ha convenido en desistir del gorro de lana y, como notarán, mis bronceadores y lonas de playas yacen en los rincones junto a mi ropa interior. En los bolsillos internos, el maquillaje se ha gastado de tanto saludo por las calles de Madrid y de tanta noche en los callejones de Roma. El rouge ha perdido la tapa despojándose de la prisión donde se liberaron los besos que, apasionados y efímeros, me obsequió aquel francés. 

Lamento que se encuentren con las sandalias aún mojadas por el Mediterráneo y el par de medias que no alcancé a lavar en mi última noche de Berlín. En el bolsillo del medio he guardado mis anteojos - aclaro su existencia aunque se han roto al resbalar en las calles húmedas de Londres. Notarán que en el bolsillo más pequeño se esconde un anillo de piedras griegas junto a una bolsita de arena que me ha regalado el coleccionista noruego al que le compré un reloj. A su consideración, me ha dicho que no derrame la arena porque es símbolo de dolor.

Prefiero que no teman al encontrar en la parte más honda, la foto ensangrentada cubierta por mi camisa blanca. Me cortado un dedo en una degustación de quesos en Ginebra. Aprovecho para sugerir que vuelvan a empaquetar el vino que ha nacido en las tierras vinícolas de Toscana, pues me ha costado una fortuna que ni en América podría volver a pagar. Verán sobre el costado derecho que mis polleras largas han bailado flamenco y acariciado veredas de Mónaco, pues me he sentado a descansar del sudor primaveral.

Si buscan más profundo sobre el lado izquierdo de la valija hallarán un pañuelo masculino, podrán olerlo o confiar en mis palabras, pues me he enamorado del mismo escocés durante tres días y pequé de hurto mientras él dormía. Seguramente sobre el pañuelo podrán visualizar tres pantalones de jean rotos en sus rodillas, no se asusten, me han dicho que están de moda en las calles de Milán. En uno de sus bolsillos hay dos botones que se me desprendieron al bailar polca en un festival de Praga donde dos belgas me invitaron una copa y amanecí en Viena pero sin los belgas.

El par de calcetines y los seis corpiños que invaden la parte superior han viajado todo el tramo recorrido en tantos meses, aunque no recuerdo si allí está el corpiño negro que vestí una noche de lluvia sobre la costa azul de Marsella. Sí estoy segura que el único perfume que hallarán está casi vacío ya que la fragancia simpatizó con el aire fresco de Copenhague. 

Cobijados entre remeras de algodón viajan tres de mis libros favoritos. Uno de Agatha Christie que leí durante el largo e intenso paseo en tren hacia Londres. El del medio es “1984”, un emblema literario que me lo han querido robar en un bar ruso. El último es “Orgullo y prejuicio” de Austen, un libro que llevo en cada viaje por si olvido quién soy.

Les informo, estimados, que de lo demás, me he desecho para no cargar con una vuelta cansada. Y les ruego amablemente: si encuentran un cuaderno beige escrito con tinta negra, envíenlo a la dirección de la última hoja. Me han dicho que allí vive aquel señor que me ahogó en el Rin.   



martes, 11 de noviembre de 2014

Despreocupada bicicleta

Cuando comenzaba a andar no importaba el charco que la mojaba o los pozos que cruzaba. Las ruedas eran invencibles y hasta he llegado a volar. No importaba cuán lejos estaba de casa ni si alguien iba más ligero. Si se salía la cadena todos frenaban para ayudarme, las manos se vestían de grasa y los pantalones dejaban rastro de que ya nada era igual. Si la bocina no funcionaba, gritaba, y si los frenos perdían el control, el pie lo resolvía. Siempre tenía que llevar a alguien, en caso de no caber, el manubrio se convertía en un asiento. Cuando me sentía agitada, subía los piernas, las estiraba hacia el costado y me dejaba llevar. Los pedales solían ser resbalosos, caía, las rodillas sangraban y se curaban solas a los días. Cuando se rallaban sus caños azules, era como un puñal directo al pecho, pero se resolvía al instante con alguna calcomanía. Jamás se cansaba, ni se agotaba su motor. Todo dependía de la fuerza de mis pies pequeños y mis zapatillas siempre atadas con desprolijidad.

Qué bellas esas preocupaciones que no necesitaron que seas adulto. O aquellas que jamás te quitaron el sueño. Bello sería que toda preocupación tenga un poco de aquella bicicleta.