Me honra informar sobre la carga
que lleva mi valija. Admito la desprolijidad de la presentación, la he comprado
en mi primer viaje a París y luego de recorrer Europa ha sido ultrajada por los
recuerdos y rozada por más de cien manos extranjeras. El paso se ha balanceado
por los cambios climáticos de mi estadía que me hicieron deshacerme de la
campera polar y comprar nuevas polleras con menos densidad.
El sol de Barcelona ha convenido
en desistir del gorro de lana y, como notarán, mis bronceadores y lonas de
playas yacen en los rincones junto a mi ropa interior. En los bolsillos
internos, el maquillaje se ha gastado de tanto saludo por las calles de Madrid
y de tanta noche en los callejones de Roma. El rouge ha perdido la tapa
despojándose de la prisión donde se liberaron los besos que, apasionados y
efímeros, me obsequió aquel francés.
Lamento que se encuentren con las
sandalias aún mojadas por el Mediterráneo y el par de medias que no alcancé a
lavar en mi última noche de Berlín. En el bolsillo del medio he guardado mis
anteojos - aclaro su existencia aunque se han roto al resbalar en las calles
húmedas de Londres. Notarán que en el bolsillo más pequeño se esconde un anillo
de piedras griegas junto a una bolsita de arena que me ha regalado el coleccionista
noruego al que le compré un reloj. A su consideración, me ha dicho que no
derrame la arena porque es símbolo de dolor.
Prefiero que no teman al
encontrar en la parte más honda, la foto ensangrentada cubierta por mi camisa
blanca. Me cortado un dedo en una degustación de quesos en Ginebra. Aprovecho
para sugerir que vuelvan a empaquetar el vino que ha nacido en las tierras
vinícolas de Toscana, pues me ha costado una fortuna que ni en América podría
volver a pagar. Verán sobre el costado derecho que mis polleras largas han
bailado flamenco y acariciado veredas de Mónaco, pues me he sentado a descansar
del sudor primaveral.
Si buscan más profundo sobre el
lado izquierdo de la valija hallarán un pañuelo masculino, podrán olerlo o
confiar en mis palabras, pues me he enamorado del mismo escocés durante tres
días y pequé de hurto mientras él dormía. Seguramente sobre el pañuelo podrán
visualizar tres pantalones de jean rotos en sus rodillas, no se asusten, me han
dicho que están de moda en las calles de Milán. En uno de sus bolsillos hay dos
botones que se me desprendieron al bailar polca en un festival de Praga donde
dos belgas me invitaron una copa y amanecí en Viena pero sin los belgas.
El par de calcetines y los seis
corpiños que invaden la parte superior han viajado todo el tramo recorrido en
tantos meses, aunque no recuerdo si allí está el corpiño negro que vestí una
noche de lluvia sobre la costa azul de Marsella. Sí estoy segura que el único
perfume que hallarán está casi vacío ya que la fragancia simpatizó con el aire
fresco de Copenhague.
Cobijados entre remeras de
algodón viajan tres de mis libros favoritos. Uno de Agatha Christie que leí
durante el largo e intenso paseo en tren hacia Londres. El del medio es “1984”,
un emblema literario que me lo han querido robar en un bar ruso. El último es
“Orgullo y prejuicio” de Austen, un libro que llevo en cada viaje por si olvido
quién soy.
Les informo, estimados, que de lo
demás, me he desecho para no cargar con una vuelta cansada. Y les ruego amablemente:
si encuentran un cuaderno beige escrito con tinta negra, envíenlo a la
dirección de la última hoja. Me han dicho que allí vive aquel señor que me
ahogó en el Rin.
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