Cuando comenzaba a andar no importaba el charco que la mojaba o los pozos que cruzaba. Las ruedas eran invencibles y hasta he llegado a volar. No importaba cuán lejos estaba de casa ni si alguien iba más ligero. Si se salía la cadena todos frenaban para ayudarme, las manos se vestían de grasa y los pantalones dejaban rastro de que ya nada era igual. Si la bocina no funcionaba, gritaba, y si los frenos perdían el control, el pie lo resolvía. Siempre tenía que llevar a alguien, en caso de no caber, el manubrio se convertía en un asiento. Cuando me sentía agitada, subía los piernas, las estiraba hacia el costado y me dejaba llevar. Los pedales solían ser resbalosos, caía, las rodillas sangraban y se curaban solas a los días. Cuando se rallaban sus caños azules, era como un puñal directo al pecho, pero se resolvía al instante con alguna calcomanía. Jamás se cansaba, ni se agotaba su motor. Todo dependía de la fuerza de mis pies pequeños y mis zapatillas siempre atadas con desprolijidad.
Qué bellas esas preocupaciones que no necesitaron que seas adulto. O aquellas que jamás te quitaron el sueño. Bello sería que toda preocupación tenga un poco de aquella bicicleta.
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