Mis botas apenas rozaban la alfombra, la banqueta era cómoda y el cenicero quedaba justo al lado de mi codo. No creo haber visto tantos colores, de hecho, podría afirmar que me rodeaban todos los colores que existen. A pesar de ser brillantes, las luces no me encandilaban y el sonido de las máquinas jugaba una guerra pretenciosa con el volumen de la música. No recuerdo la hora exacta pero sí puedo afirmar que no me importaba.
Luego de un Dry Martini y los billetes convertidos en simples fichas de plástico, me adueñé de las cartas. Admito que juego Blackjack porque te engaña con la estrategia, ofrece un poder que la ruleta ignora y, simplemente, crea la mística de un juego vestido de inteligencia alineado al azar.
El crupier se llamaba Luke, tenía el tono de voz de Barry White y se parecía a Morgan Freeman en los noventa. Vestía un chaleco colorado sobre una camisa negra.
Se paralizó el tiempo. Sólo éramos Luke, Las Vegas y yo.
El montoncito de fichas fue agrandándose para alimentar mi osadía pero de repente se achicaba para desalentar mi suerte. Esa maldita o generosa suerte fluctuaba con el paso de las cartas como también lo hacían mis compañeros de mesa. Una norteamericana recién casada junto a su marido sosteniendo un Gin Tonic, una inglesa de despedida de soltera que arriesgaba desconociendo el desafío y un joven canadiense que, ya rendido, apostó su última ficha. A veces un 2 o un 6 me cortaban la respiración hasta que llegaba un 10 seguido de un As. Daba lo mismo. Cuando sentía que debía retirarme gloriosa, me invadía la duda. Desgraciada duda sobre la próxima carta.
Mientras tanto, Luke se transformaba más en un espectador de la experiencia que en empleado de casino. Y entre los minutos sesgados por vanidad y entretenimiento, las historias de Luke coronaban la gloria y suavizaban la pena.
Cuando me quedaban pocas fichas, ya con el último aliento y un 18 que nada me convencía, Luke logra un Blackjack y me retira una de las últimas fichas. Le digo “Me parece que usted está teniendo mucha suerte”. Con leve sonrisa y mueca de ironía, me mira a los ojos y responde: “Señorita, si yo fuera el de la suerte, ¿no le parece que estaría sentado de ese lado?”.
Esa noche, perdí todo lo que aposté.
Sin embargo, volví con más de lo que había llevado.
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