Un roce tenue de apariencias que no mueren. Un sonido
inesperado saluda desde un destello de luz. Han sido minutos de ojos cerrados,
un profundo y solemne sueño que despierta en voces nada extrañas.
Vuelve. Vuelve. Vuelve y completa.
La ventana se cierra con el natural viento. El silencio del
simple paisaje arrincona los placeres, los acobija, los guarda. El reloj se
adormece, el tumulto de las sábanas despoja temores y aquellos labios son
viejos conocidos.
Vuelve. Vuelve. Vuelve y arde.
No existen misterios para la liviandad de palabras, no hay
enojos ni promesas injustas. Aquella seca flor colorea lo sepia, el primer
tacto aún late, las miradas se ciegan. Untado sobre un termómetro confundido
los grados vierten deseo, se apaciguan, sorprenden, recuerdan.
Vuelve. Vuelve. Vuelve y no lastima.
Lentamente me entiende. La lejanía no logró forzarlo
extraño, el tiempo lo coronó en todo lo que quema. Fuego. Fugacidad eterna, bella
contradicción. Lágrimas jamás derrochadas, poesías implícitas.
Vuelve. Vuelve. Vuelve y no miente.
Se han derretido los hielos, los vasos viven medio llenos.
Algo impidió vaciarlos. Las pausas dejan de ser incómodas porque no han aparecido.
Fluye, así como el río aligera su encuentro con el mar. Corrientes de furiosas
aguas que se apaciguan paulatinamente.
Vuelve. Vuelve. Vuelve y son las cuatro de la mañana.
Suena. Arde. La piel no ha cambiado. Llama. Cede. Las excusas aún no
han nacido.
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