Ella buscaba en su pasado un millar de historias que
colmaran la simpatía de sus horas. Había detrás un sediento oasis que aparecía
en la oscuridad y en la tiniebla adoraba su espanto. Ella tenía ojos cristalinos,
tan cristalinos que helaban encuentros para fundirlos eternos. Siempre fue ama
de sus injusticias, derrotó vagabundos, se pareció a la princesa del cuento y
se adueñó del capítulo final.
Ella existía porque en el hurto desesperado de sueños
conseguía cubrir huecos de lujuria. Frente a ella se sostuvo una efímera grieta
que el tiempo decidió saltar. Bebía ardientes sorbos de café que hipnotizaban
sus ilusiones, mantenían sus alertas y fundían sus placeres.
Ella creía. La estirpe de su belleza aclamaba cínicas
miradas, pretendía transparencia, vacilaba su firmeza. Comprendía que los
juegos engañosos apuntaban sus delirios y las atrayentes magnolias irrumpían su
paso. Podía volverse ilusa, decidió acentuar el dogma de su propia ficción.
Ella se sonrojaba en las incomodidades y sutilmente se refugiaba en su alucinación. Su aclamada osadía
ya no corría por sus venas, los misterios existían sólo por segundos, su
ímpetu se reflejaba en pensamientos. Su historia no le pertenecía.
Ella sentía que su piel aún no había demostrado el temblor
ni había acompañado labios rociados de otras mieles. Caminaba por senderos
europeos que ambientaban sus canciones más elogiadas. Por momentos sentía que el
Sena murmuraba en sus oídos pero en cada naufragio aquella góndola la
perpetuaba en Venecia.
Ella se perdía entre murales líricos. Ella no lo percibía. Sólo
los últimos versos lo sabían con precisión. Aquel soberbio poema, alguna noche, volvería a escribirse pensando en ella.
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