miércoles, 25 de marzo de 2020

#2



Confieso que he usado la parrilla sólo para cocinar berenjenas y cebollas porque me traen gratos recuerdos de mi ya fallecido esposo. Él las asaba cada domingo para agasajar mi llegada de la misa semanal. La vajilla guardada en el modular estaba dentro de una caja encintada y parece haber sido comprada en algún bazar de procedencia exquisita o regalada por una tía lejana con remordimiento por la lejanía. Me acostumbro a usarla sólo en momentos especiales como cada martes al mediodía en el que celebro mi aniversario en este hogar. 

Particular es mi paladar al enfrentarse con el bar generoso que acompaña el living. El escocés sabe bien con las noches de los sábados, la estufa a leña y el jazz del tocadiscos logran multitud en la aparente soledad. El Martini es mi aperitivo favorito pero sólo lo bebo si hay aceitunas y Gin de sabor intenso. La botella está a medio tomar al igual que la de Ron traído de islas caribeñas. Algunos viernes al atardecer me recuesto en la cama paraguaya del patio y disfruto de un Negroni, bruschettas de salmón, palta y limón. Sin embargo, más disfruto de la cava que se esconde debajo de la cocina. He bajado la escalera por error y he encontrado la excusa perfecta para conceder la disputa entre el Valle de Uco, Hawke’s Bay, Valle de Napa y la Toscana. De vez en cuando le presento compañía al vino con alguna pasta de ligero baño en aceite de oliva y parmesano, otras veces me preparo cerdo braseado, verduras ahumadas y salsa de ciruela. 

El lunes por la mañana finalmente abrí un regalo que había quedado sobre el sillón verde musgo. No logro entender aún si es un camisón moderno o un vestido de raso, he decidido guardarlo para no efectivizar la equivocación. Duermo cada noche en una habitación diferente. La más cómoda es la de planta baja, no sólo por su somier y almohada inteligente sino también porque ofrece un despertar silencioso. 

Ayer he decidido abrir el placard del ático. Admito haber sentido cierto temor al hacerlo pero he descubierto quince pares de zapatos coloridos, cuatro pares de botas de cuero y cinco pares de zapatillas deportivas. Diría que es un grato desperdicio para mi pereza al caminar. 

Hallé en uno de los cajones de la cocina un juego de cartas españolas a las que le falta el 10 de espadas, el cinco de oro y el dos de bastos. Distinto ha sido el destino del ajedrez de madera que decora la mesa del zaguán. Hay mañanas en las que me siento frente a él con el sólo deseo de apreciar la perfección. 

No puedo negar que aún desconozco qué secretos guardan las cajas blancas apiladas en la habitación pequeña pero sólo las he visto a través del pequeño orificio de la puerta. La llave se debe haber perdido en algún bolsillo adulto. Lo cierto es que, cada día, me tomo treinta minutos para buscarla en algún nuevo lugar. 

El teléfono ha sonado tres o cuatro veces por día y esa es la razón de la desconexión intencionada que he efectuado. Sólo me he limitado a conectarlo el pasado sábado por la madrugada porque oí un ruido extraño detrás de los arbustos. Privilegiada me he sentido al notar que un pequeño pájaro nocturno me ha venido a visitar. 

Estimada familia Montoya, lamento mucho no haberles podido escribir antes. Deben entender que no ha sido fácil resumir los 746 días que le siguieron a aquel martes de un timbre no atendido. 

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