Comencé a escribir aquel libro el 11 de Abril de 1997, el mismo día que Ana Sofía Ibarra ganara el concurso de canto organizado por la Sociedad de Fomento. Aquella tarde el oficial Centela fue condenado a diez años de prisión por permitir el juego clandestino en el garaje de Julio Verti y, además, mi memoria, algo rasguñada y dañina, insiste en que aquel día un mismo tero fue herido dos veces, a las 10.38 de la mañana y a las 16.50 de la tarde, por los hermanos Mandares. El mismo tero. Comencé el 11 de Abril de 1997 en la madrugada de otoño en la que Alicia Uriarte fue madre primeriza y su marido, Hugo Sánchez Dilti, fue padre por tercera vez. A las 13 en punto, el viejo Simón Rodríguez Labé fue enterrado en el cementerio vecinal en una tumba ya ocupada.
Decidí mantener oculto mi libro gracias al consejo de María Elisa González, mujer enfadada por herencia, de tacos altos y mediana estatura, quién promulgaba las leyes de la curandería en su vieja casa del otro lado de las vías.
Mi escritura, rancia de vocabulario, vacía de poesía y de poco esmero espiritual, fluía contando el suicidio de Churchill luego de ser encarcelado por la Gestapo y la posterior celebración de Hitler en la Puerta de Brandeburgo. En la página 24 se detalla la heroica escena del General San Martín impidiendo la muerte de Cabral y en el capítulo siguiente se fortalece la versión de que Beatriz Viterbo aún reside en la calle Garay. A partir del Capítulo 4 se escribe sobre registros encontrados en la Biblioteca Británica que confirman, sin dubitaciones ni temores, que en Stratford-upon-Avon jamás ha nacido un niño de apellido Shakespeare. Los primeros párrafos de las páginas siguientes intentan anoticiar que Zelda escribió A este lado del paraíso, que Alfred Hitchcock, durante el rodaje de Psicosis, decidió no matar personajes consiguiendo fracaso de taquilla y que Lee Harvey Oswald fue visto comiendo mariscos en la Bahía de Monterrey el 22 de Noviembre de 1963.
Los misterios de La Giaconda son resueltos en las páginas 34 y 35 del libro. Allí se identifica las sagaces maniobras de Leonardo Da Vinci quién envió al fraile Luca Pacioli a pagar una modesta suma a un viejo pintor que residía en Florencia, calle Borgo degli Albizi, altura 86. Para concluir ese capítulo, con algo de asombro y fortuna, se esclarece el asesinato al Emperador Federico III de Alemania en una tarde de verano de la glamorosa ciudad de Potsdam. Los capítulos 11 y 12 recorren distintas historias sobre la cordura de Salvador Dalí, el asesinato de Sigmund Freud en manos de Carl Jung, los poemas escritos por Stephen Edwin King, el inquietante descubrimiento de la medicina moderna en manos de Virginia Woolf y los últimos días de prisión de Wolfgang Amadeus Mozart, condenado a muerte a los 15 años de edad. Las últimas 43 páginas son minuciosas descripciones de cómo los originales de Ulises fueron encontrados en el andén 16 de la Estación Central de Belfast el 16 de junio de 1904 y firmados por un desconocido.
Este libro que he comenzado a escribir aquella madrugada otoñal es lo único que me recuerda al 11 de Abril de 1997, el día en que no llegué a cantar en el concurso organizado por la Sociedad de Fomento porque el último capítulo aún no estaba escrito.
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