miércoles, 1 de abril de 2020

#9



El diario del 15 de Noviembre me describió como “El Tartuffe cordobés, el impostor” (haciendo alusión a la obra de Moliere), un título que precederá mi nombre por el resto de mi vida. La primera plana mostraba mi rostro en una foto que me tomó desprevenido y el periódico más leído de América Latina convertía mi historia en desgraciada fama y la elevaba a la vulgaridad. 

Acusado con pruebas débiles, desprovisto de defensa y con cierta fragilidad de ánimo, me han encerrado. Me encontraron volviendo del teatro el viernes por la noche en una primavera simpática, solitaria y amena. Estaban esperando fuera de casa, rodearon la manzana completa alertando una posible huida y hasta apuntaron un arma para pedir mi inmovilidad. Inentendible la circunstancia, la razón y el propósito. Un oficial me comentó los cargos y los derechos que tenía, sólo entendí que algo estaba terminado. 

Me llevaron a la comisaría número 6, me interrogaron con paciencia y me ofrecieron un vaso de agua que sabía a desesperación. Llamé a mi abogada, atendió aterrada, me explicó con detalles por qué mi caso sería en vano de defender, se pronunció abatida con anticipación, pidió disculpas y colgó entre un par de lágrimas. 

Al día siguiente me llevaron a la cárcel Bouwer. El día era gris porque no podía ser de otro modo, la música no me agradaba y afuera olía a un “sin retorno” doloroso. Dos policías, de buen modo y con picardía necesaria, me acompañaron a la celda. No podían creer mi insistencia al cometer el acto, ni entendían la capacidad de entregar mi libertad y dejarla en manos de la inmoralidad. Comenzaba una cadena perpetua que me ataría más que nunca a mí mismo. 

Mis compañeros de celda eran tres muchachos: uno nacido en Corrientes, joven viajante que vendía remedios para animales sin saber la procedencia; el más grandote era un estanciero que vendía campos esquivando escribanos; el más callado era un vigilante de un famoso country de zona sur que dejaba entrar a su yerno de vez en cuando para saquear el mini mercado. 

Me diferenciaba de ellos algo importante: la pena. Los tres saldrían en unos meses o par de años. No era mi caso. La idea de una barba desprolija y un aseo descuidado me hundían en lamento y desesperación. 

Pasé mis primeros meses leyendo y enseñando a leer. Formé grupos de lecturas, produjimos Scrabbles para regalar a colegios de la zona, creamos Carreras de Mente con preguntas de sentido común y armamos un coro de cuartetos con letras originales. 

Sin dudas, el campeonato de anécdotas se llevó las mejores horas de mi condena. El flamante ganador, un hombre que había orquestado su falsa muerte para recibir un seguro de vida, contó para todos los prisioneros quiénes habían llorado en su propio entierro. Un aplauso rotundo lo catapultó al éxito y hasta una radio lo entrevistó. 

Yo no recibía visitas. Mi familia se había dado por vencida conmigo desde hacía mucho tiempo. Mi ex novia ya tenía un nuevo ex marido y mis amigos sentían vergüenza por mi descuido. Sólo fui atendido una vez por mi tío Mario, con quien hablé sobre Talleres, la infancia en Cruz del Eje y aquellos bailes de cuarteto en los que se enamoró de la tía Elisa. Claro, el tío Mario tenía la memoria invadida por el Alzheimer. 

Extraño. Extraño el té con limón de las noches desveladas, el espejo sin rajaduras y la baldosa con la que tropiezo cada mañana. Extraño porque no olvido. Extraño parecer inocente. Culpable, no soy. Me han condenado por impostor, no entienden que sólo he escrito un poema sin conocer el amor.

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