El libro recién escrito y una historia con olor a nuevo reflejados en la mesa
añeja donde descansaban vasos oscuros y aguados. El cuadro de una mujer que
habitaba el lugar, retratos de familiares extraños, paredes manchadas de
tiempo, jarrones empolvados de recuerdos y otra foto con el rostro de la misma mujer.
Una casa rodeada de montañas heladas que, acompañadas
de árboles solidarios, confundían al cielo en su reflejo hacia el lago. La
tranquilidad de las ovejas era el espejo de aquel silencio ermitaño, sólo el
viento fundaba la melodía y creaba un concierto natural para los oídos.
Un cansado muchacho descansaba en el sillón, sus ojos
cerrados marcaban el precio de cada página. La duda estaba en su sueño, algo un poco extraño o algo demasiado cercano. Su boca sin palabras significaba ganas de
callar, ya había escrito suficiente. Sobre el piso reposaban hojas profanadas por
infortunios de imaginación y declaraciones lastimosas por algún pasado error.
Las hojas colmadas de puntos y comas apuñalaban la verdad,
la condecoraban y la exigían. Allí había razones, había aciertos y se
acumulaban torpezas. El comienzo simulaba intriga, cien hojas después aullaba
desconcierto y llegando al final confiaba venganza. Pero aquellas páginas no
sabían que esa venganza se había escrito en papeles que el viento atraía desde
la ventana.
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