lunes, 28 de marzo de 2011

Lo que empuja para atrás

Escrito para el Libro del Centenario de Cnel. H. Lagos, el pueblo que me vio nacer - Dedicado a mi abuela Chicha.   


El silencio invadía las calles sobrevoladas de pájaros amigos. Un caminar directo, corto y preciso te llevaba a un lugar conocido, placentero. Los recuerdos comenzaban a forzarse, creando imágenes inolvidables para cualquier retina. Minutos de gloria en la simpleza de un inocente juego, una corrida que duraba años en sólo dos segundos. Sólo una pequeña reseña de un gran cuento. 

Aquel día, la cocina sabía a domingo, limpio, suave, cercano, como si mis pies aún estuvieran allí. En el patio trasero había un rosal florecido que yo temía y un caminito de piedras que marcaba un destino añorado. El sol marcaba un rayo fugaz entre dos nubes de terciopelo, el cielo celeste era trasfondo de una mirada lejana hacia arriba, donde un paisaje pequeño se transformaba en mi forma y en mis hábitos.

Ella acostumbraba a sonreír al verme, a tomar mis regordetas manos y acariciarlas para darme la bienvenida. Su mundo estaba rodeado de fuego intenso, de fuego calmo. Saciaba los vacíos con condimentos algo extraños, que evoco en la copia pero no alcanzo descifrar con precisión. Así, mientras los minutos se acariciaban de paz, ella amasaba persistente para encontrar un punto exacto, realzar su magia y permitirla soportar cualquier tipo de inocencia. De a poco el olor parecía más penetrante y decidido, sublime, único, excéntrico, casi soberbio. Todo se volvía de colores, siendo capaz de soslayar cualquier momento gris. Su firmeza era su más lógico destino, coronando su entrega, generando talento, facilitando sus gracias, permitiéndonos jugar a ser otros, dejándonos gritar en el profundo descanso. Un par de manos sencillas que fabricaban complejidad y que volvían el envoltorio de una siesta sin cansancio, sin negativas. Un tejido que cubría cualquier herida, que protegía cualquier dolor.

Ella vivía frente a las vías, donde pasaba el tren para dejar su ruido de vez cuando. Una calle de tierra era el eterno desvío para terminar con lo aburrido y volverse niño por enésima vez. Allí los bancos sembraban alguna espera de antaño, un viaje terminado, un camino recién empezado, una enamorada eterna, un hombre desesperado o tal vez, sólo un lugar donde reposar un pensamiento. Detrás de la sencillez de la casa de la estación había un sinfín de historias con protagonistas extraños para mi, extraño para muchos. Estaba rodeada de piedras que recorrían el andén, figuras de arena que se entonaban con huellas de bicicletas, huellas que marcaban el indicio perfecto de un niño acostumbrado a la libertad. Esa imagen flotaba en mis ojos debajo de un horizonte pintado a mano, con una rústica alfombra verde que mis pies mimaban sin desprecio.

Las tardes parecían no terminar jamás, eran un efímero instante para el mundo, pero un perenne momento para el mío. Porque allí, no había desprecios, no había injusticias, no había esclavitudes, no había miedos, no había barreras, no existían las alturas imposibles de escalar. Allí no había gritos ni desesperaciones, no sentías lejanía ni vacíos. Allí se comenzaba un juego cristalino, ingenuo y cuando terminaba, todos sabíamos que al día siguiente se volvía a jugar. Allí los escondites no eran para culpables, eran para traviesos. En aquel sitio, en aquel momento, las risas no necesitaban justificaciones, los amigos imaginarios eran fieles, las peleas se olvidaban con franqueza, las visitas se transformaban en compañeros de aventuras. Allí, cada historia recién comenzaba a escribirse.

Y hoy, se sigue escribiendo. Con otras tintas, con otros juegos, con diferentes calmas, seducidas por otras palabras, rodeadas de otros muros, de otra gente. Se sigue escribiendo con la misma fuerza, con el mismo esmero, con ausencias, como la de ella. Se siguen escribiendo en un trasfondo donde la memoria renace cuando un poder desmesurado nos conserva en el tiempo, nos empuja para atrás con un mágico encuentro que no podemos tocar ni oler, ni siquiera podemos volver a ver. Y sin embargo, es esa misma magia que nos transporta a ese mismo lugar, rodeado de esa misma gente y nos conduce, lentamente, a revivirlo y sentirlo todo. Porque uno sabe cuáles son aquellas cosas que, cada vez que volvemos al pueblo, nos hacen sentir que “volvemos a casa”.


1 comentario:

  1. Bello, profundo y simple, como todos tus escritos. Merecido recuerdo para Chicha, una mujer fuerte con apariencia frágil, toda una MUJER. Besos.Sandra

    ResponderEliminar