Cubrí algo de mis arrugas con
base, perdí la cicatriz que una rosa me había pintado en la mejilla izquierda.
Empolvé mis cachetes coloreando mi tez blanca de un sol al que no me había
expuesto. Las sombras se dividían en colores cálidos y fríos. Los oscuros me
simpatizaban pero era verano y usarlos simulaba un atentado social. Esfumé
sobre mis párpados un color crema, insulso y hasta algo desdichado. Arriba de
él, en menos cantidad y con mayor calma, pinté un dorado que disfrazaba mis
ojos celestes. Los labios sedujeron a un labial con brillo vistiéndolos más
apuestos. Mis pestañas largas se sumergieron en un baño de rímel. Un delicado
peinado en detalle, equilibrio y pulso. Culminé y parpadeé cuidadosamente, miré
al espejo en busca de imperfecciones, algún rastro malogrado o gotas negras
improvisadas.
Mis manos se relajaron y sonreí
como un cumplido. Me recosté y cerré los ojos.
Desperté al día siguiente, aun
esperando que el rímel no evidencie la fuerza inminente de mi vívido lagrimal.
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