viernes, 20 de febrero de 2015

Silencioso laberinto

No había oído la alarma del despertador, ni podía escuchar el cepillo sobre mis dientes. Abrí la persiana, sólo vi rayos de luz que lentamente reflejaban mi cama. No oí los ruidos de la mañana sobre la ciudad, las bocinas, las frenadas de autos, la descarga de la obra en construcción. La ebullición de la pava sobre el fuego y el quiebre de la taza que cayó al piso eran una escena muda.

Corrí a poner música, elegí uno de mis temas preferidos, subí el volumen y no pude escucharlo. Los segundos pasaban, los cables estaban correctamente enchufados, nada. Mi desesperación hizo que tirase libros de mi biblioteca, los vi caer, uno a uno golpear las hojas contra el suelo, no pude oír. Lo intenté con dos jarrones de cerámica y hasta lancé un cuadro a la pared.

No escuché el goteo de la canilla que perdía, ni los aplausos que probé, ni las palabras que grité. Un absoluto silencio me arrinconaba en un laberinto desesperante. Me resigné arrodillada frente al sillón, grité una vez más, lloré lágrimas que desconocía. Pensé en mi locura, en mi propia pérdida. Y, sólo por un momento, me enamoré de la resignación y del olvido.

De repente, oí el susurro de una voz ajena. Pero, aún arrodillada y con mis manos temblando, no dudé en cubrirme los oídos.


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