No había oído la alarma del
despertador, ni podía escuchar el cepillo sobre mis dientes. Abrí la persiana,
sólo vi rayos de luz que lentamente reflejaban mi cama. No oí los ruidos de la
mañana sobre la ciudad, las bocinas, las frenadas de autos, la descarga de la
obra en construcción. La ebullición de la pava sobre el fuego y el quiebre de
la taza que cayó al piso eran una escena muda.
Corrí a poner música, elegí uno
de mis temas preferidos, subí el volumen y no pude escucharlo. Los segundos
pasaban, los cables estaban correctamente enchufados, nada. Mi desesperación
hizo que tirase libros de mi biblioteca, los vi caer, uno a uno golpear las
hojas contra el suelo, no pude oír. Lo intenté con dos jarrones de cerámica y
hasta lancé un cuadro a la pared.
No escuché el goteo de la canilla
que perdía, ni los aplausos que probé, ni las palabras que grité. Un absoluto
silencio me arrinconaba en un laberinto desesperante. Me resigné arrodillada
frente al sillón, grité una vez más, lloré lágrimas que desconocía. Pensé en mi
locura, en mi propia pérdida. Y, sólo por un momento, me enamoré de la
resignación y del olvido.
De repente, oí el susurro de una
voz ajena. Pero, aún arrodillada y con mis manos temblando, no dudé en cubrirme
los oídos.
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