Ese mágico segundo en el que tus ojos se cierran y cualquier
peligro eriza pieles, cualquier pasión permite euforia. La imaginación, ese
laberinto sin límites donde vuelves a ser niño, donde ya eres grande. Esa sensación
de navegar por donde jamás estuviste, por volar sin motor ni alas, esa
increíble capacidad de sentirse héroe sin luchar, de ser dibujo animado en los
colores que elijas.
Algo deja de existir en el mismo momento que otra cosa nace.
Es como cuando el bostezo aparece y la lucidez se va, cuando llega el silencio
y el ruido se esfuma… cuando la soledad decide marcharse y la compañía es
bienvenida. Ese momento, cuando el vacío recobra otros significados, se llena,
te invade, te sorprende, te detesta pero te alienta. Hay un contrato firmado de
por vida entre la mente y lo que no puede ser, entre aquello que sentimos y
pensamos y aquello que aún no se ha construido.
La imaginación es la lucha interna por un cambio, por una
locura, por una razón. Hay en ese momento una cima inalcanzable por ningún otro
poder. Poder imaginar es crear mundos donde no hay vida, es ser princesas en
castillos de arena, conocer París sin viajar, dialogar con Borges y escribir
junto a Woody Allen.
Imaginar es matar al inocente en un policial y enamorar a
los amantes en una novela, es sumar un nuevo plantea a la Galaxia, ponerle
formas a las nubes y encantar a un perdido amor.
Imaginar es estar inmersa en un espacio ficticio donde te
conviertes en amo y dueño. Es un laberinto de poder. Dejas de estar donde
estás, una corriente te impulsa a otros espacios y fluyes, no terminas, corres,
tu rostro se acomoda a lo que tu mente dispara y vives, y mueres, y naces, y
matas, y vuelas, y crees, y en algún momento frenas. La realidad te atormenta,
se transforma en eso que palpas, en eso que tocas, en aquello que miras. La
realidad te despierta pero lo mágico es poder volver cuantas veces quieras… volver
a imaginar sin necesidad de pedir permiso.
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