Y pareciera que sólo había sido un deseo como un puñado de
miel que, algo ardiente, se derrite en la boca. Penumbras algo extrañas que
idiotizaban la poesía volviéndola ridículamente bella. Esa eternidad algo
efímera, algo aparente, algo lejana. Un sendero de inconclusos infinitos que en
su más furtivo peso ya nada valían.
¿Qué podían impedir los ilusionistas frente a aquella magia?
¿Qué podía esperar el artesano que había perdido sus manos? Nada. Una completa
nada. Todo. Un completo todo.
Sería porque el destierro del corazón los condenaba. Había
algo de silencio en la osadía y mucho de arrepentimiento en la locura. Era esa
tiesa mirada que no duda, que marcha, que hiere pero no culpa.
¿Qué han visto los ciegos de aquello que no brillaba? ¿Qué deberían
decir sus voces rodeadas de bullicios? Nada. Una completa nada. Todo. Un
completo todo.
La calma de sus dedos atravesaba cada centímetro de piel y
los acompañaba un soplo en los oídos susurrando un seductor delirio. Se
invitaban a no ver, a oscurecer los tragos agrios y a humedecer el aire puro pintándolo
de una estúpida conquista.
Y en ese mismo puñado de miel, ardiente sorbo de calor, un
impulso eterno los sostenía distantes para cometer el mismo crimen, decorado
con un quieto reloj, vistiendo el mismo perfume y salvando el mismo fervor.
Ardían en una completa nada. Ardían en un completo todo.
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