Corre, agiliza sus pies embarrados, salta. Mirando hacia la
izquierda la ciudad lo condena en grises. Un giro hacia la derecha es la niebla lo
invade. Corre, corre tras el frío. La nieve ha comenzando a helar sus manos,
sus ojos cristalinos derraman lágrimas sin tristeza, sus mejillas no se mueven
y de su boca germinan agitados suspiros. Corre, corre sediento. Su corazón ha
latido sin cesar, la nariz se colorea rojiza, tiritan sus dientes. Corre, corre
impaciente. El reloj consume más vueltas, huye de su ahora. Un impulso interno
lo apura, un gesto de cansancio lo arrincona a la derrota. Corre. Los autos se
conducen a ritmos imprevistos, desconoce el ruido del cosmos, sólo se escucha un
respirar profundo y zapatos mojados sobre un resbaladizo asfalto. Corre, corre
muchacho. Los últimos metros se han fijado eternos, sus labios simulan hielo.
Vislumbra aquella esquina, con la vanguardia de sus casas, el esplendor de sus faros
misteriosos y su azul temporal. Corre, llega victorioso. Frena. La calidez de
aquel café lo seduce en olores entrañables, lo entusiasma en calor intenso, lo
invita, lo obliga. Entra.
Han pasado diez inviernos y los testigos afirman que aún no se han mirado.
Han pasado diez inviernos y los testigos afirman que aún no se han mirado.
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