Había armado mi valija. Un empujón de tiempo no me dejaba escapar. Cerrarla y volverla abrir. Olvidar. ¿Qué olvidar? Dejar. ¿Qué dejar? Llevar. ¿Qué llevar? Apretada, agotada, completa, excitada. Fácil de cargar. Difícil de cargar.
Esa valija se subía a un avión y se bajaba. Pretendía ser compañía. Pretendía ser un bien preciado que llevaría como tesoro, que cuidaría con esmero. De cuero, de tela, de colores vivaces, de colores oscuros. Dependía el lugar. Al llegar a destino se agrandaba. Parecía llenarse los bolsillos de recuerdos. Parecía traerse un objeto preciado que jamás pertenecería a ningún viajero.
La valija cargaba sospechas. Poco transparente y algo soñadora. Llevaba consigo un par de prendas de varios roperos viejos. Había dejado aquello que parecía no necesitar. Se acomodaba fácilmente y viajaba sin pagar pasajes. Corría entre multitudes para no ser capturada por el tiempo y descansaba en los paisajes más alucinantes para autoproclamarse poesía.
Esa valija se robaba la atención de muchas manos y convencía al indeciso de no ir. Su mayor riesgo fue nunca más volver. Su mayor virtud, intentarlo con osadía. Maldita valija que tantas veces hizo dudar. Seducía por su magia desmesurada y se acurrucaba en camas extrañas, bajo cielos extranjeros. Guardaba un puñado de esperanza en cada bandera y soslayaba su bronca de no pertenecer.
Aquella valija contaba historias desde el silencio y procuraba descender trayendo algo a cambio. Sonreía a pesar de las molestias del clima. Vacilaba en largas esperas. Corría cuando la paciencia se agotaba. Componía canciones en melodías de extraños. Frenaba en el impulso equivocado. Viajaba honrando su responsabilidad.
Esa valija vacilaba en su hermetismo. A veces perdía lo que iba a buscar. Otras veces se hallaba en pantanos que ensuciaban. Nunca quiso y nunca pudo convertirse en huérfana. Fue siempre sierva, fue siempre mártir, fue siempre esclava.
Aquella valija aparentaba ser dorada hasta desgastarse en ausencias, hasta rejuvenecer en presencias. Conoció mares impuros, salados y furiosos. Paseó por senderos luminosos, por ríos románticos, por atardeceres pintados a mano. Agobiada de ir, decidió volver. Cansada del arraigo, volvió a irse. Su escapatoria siempre fue no escapar. Su remedio fue jamás paralizarse. Su placer fue acompañar. Su pecado fue pesar demasiado. Su deseo fue llenarse de experiencias. Su legado fueron páginas de historias.
Aquella valija nunca pudo estar desocupada. Sólo un paso simbolizaba el fin de ese vacío.
Esa misma valija hoy reposa sobre los pies de mi cama. Cada noche duermo sabiendo que al despertar estará allí: fiel, firme, expectante. Estará suplicando ser alivianada o pidiendo disculpas por ser una molestia. Sólo yo podré cambiar su destino invitándola a viajar, invitándola a no detenerse por lo que ya no puede cargar.
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