Comencemos con lo que creo que es una obviedad: Vivir con uno mismo no sólo es inevitable sino que también durará toda la vida.
Habrá días en los que deberás tenerte piedad, saciar las culpas y permitirte la equivocación. Al instante serás cruel con vos mismo y te enfrentarás a una guerra interna en la que el lastimado no sangra. Es así, me hablaré a mí misma en medio de la noche en un diálogo intenso con mi otra yo (que en realidad sigo siendo yo). El conflicto se crea cuando te empalagas de vos mismo, ¿qué sigue? ¿Escaparte? ¿De quién? ¿Cómo? ¿Dónde?
Te creerás conocer pero te sorprenderás de algo que jamás hiciste, de aquello que nunca quisiste hacer y lo hiciste, de todo lo que soñaste ser y no fuiste, de aquello que parecía lejano y sin embargo te descubre. De repente, sabrás que eres la dueña de las decisiones y eso, por momentos, te irrita. Porque tener el control de nuestra propia vida es magnífico pero al mismo tiempo es desgastante: te transformas en víctima y culpable al mismo tiempo.
No hay demasiadas reglas ni manuales estrictos. Existirán los días en los que desees que tu cuerpo y tu mente viajen lejos y triunfen sin vos. Bueno, eso no es posible. Y no es una cuestión de soledad, puede ser cuestión de compañía. Una asociación introspectiva, que parecerá delirante desde afuera y que sorprenderá en su lucha entre hecho y pensamiento. En el encuentro con uno mismo las sombras son más densas y marcadas y también los problemas se vuelven más claros y decisivos.
Entonces, no queda más que comenzar a entenderse, pensarse, defenderse, culparse, quererse y aborrecerse. Somos dueños de cada cuota de pensamiento, de cada silencio que algo esconde, de aquello que sólo la almohada escucha, de cada palabra que no se dice y de todas las escenas que no se muestran.
Y así viviremos, cada uno con uno mismo. A veces valdrá la pena, otras tantas el diálogo te parecerá aburrido y delirante. Pero hay algo muy cierto en todo esto: escapar no está en los planes.
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