Ardió el tallado donde recitaba poemas. Cenizas es el armario, guarida de símbolos y sinónimos de dos. Enmudeció Emmanuel, de luto y con esmero, ante los gritos, el deshago y la cobardía del tiempo. Ardió tu rojizo atardecer y aquella manta que aún huele a mujer. Ardieron las fotografías que te vestían posible, ahora dudo si la palabra ha quedado intacta. Ardieron tus ojos oscuros que amanecían hacia el Sena, las llamas dejaron el imposible olvido. Sabes a un aroma francés que repite tu nombre, aquel que, alguna vez, también fue el mío. En eso, ahí, somos del mismo cemento, del mismo Dios. Ardieron las velas que no prendimos, las manos que nos imploraron y la fatiga, tierna y dudosa, de un permiso. Quedan escombros en la ciudad que nos condena amantes y un Océano que hoy lastima. Escombros sin dueños, sin tiempo, sin plumas ni sangre. De coronas que jamás conquistamos, clavos doblados que no lastimaron y vitrinas coloridas que el fuego, irónicamente, ha apagado. Obsesiva tú ardes. Obsesiva quedo en tu leyenda. Ardiente y gótica, me has hecho tuya, mis delirios aún te tiemblan, aún te gozan. Aún me hostigas con tu vuelta. Volverás como vuelven los ardientes: bella y volcánica, aunque ya no quemes.
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